La estela de bares y negocios cerrados, el abandono de la primera línea y el anquilosamiento de las sombrillas y sillas de playa, dominan la temporada de hielo. Un hielo que no procede del frío o la nieve sino que es hijo del abandono, fruto de la vida de temporada, se despliega sobre las persianas bajadas, las urbanizaciones de telarañas y los pueblos que cambian el murmullo y el ajetreo de lo foráneo por el reguero de silencio de las vidas ordinarias, de la maltrecha y apacible cotidianidad del local, de aquel que en contra de la tendencia del visitante, del esporádico bon vivant, se queda y permanece cuando el verano se va.
Vivir en la costa es vivir en una bola de cristal que nadie agita para que la nieve flote y que, de pronto, sin aviso, cae en manos de un niño durante una tarde.
De la apacible quietud se pasa al desenfreno, convirtiendo el silencio y el cuchicheo de la apacible contención cotidiana en algarabía de tubos de escape, alcohol, olor a aftersun y a dejarse llevar.
Sin embargo, el cambio, cómo en el deshielo, empieza tímidamente, ligeras gotas que aquí y allá van convirtiéndose en un reguero que cuán arroyo va socavando el iceberg. El agua prístina, quieta, petrificada, pura y blanco-azulada se hace líquida, se mancha, se regocija en la tierra dejando su blanca transparencia a un lado, como si fuera una máscara carnavalesca, para lograr que nadie le reconozca.
Poco a poco como hijas de los sueño rotos del invierno y las promesas de principio de año, aparecen tímidamente las primeras tiendas con enseres de playa, pelotas, colchonetas, sombrillas, cremas y aftersunes.
Las persianas de los que gozan de doble residencia empiezan a abrirse y junto a ellas, hoteles dormidos que nadie había visto en invierno encienden su neón y gritan: !!Ya estamos aquí!! !!Recupere sus sueños frente al mar!! !!Dése un merecido capricho!!! !!Usted merece vivir a todo tren, está de vacaciones!!
Sea servido en su dormitorio, haga que los camareros le rindan pleitesía en cada taberna que pise, déle una propina al de las tumbonas y susúrrele al oído: «mañana será igual si me guardas el sitio». Y si el alcohol no es suficiente pida droga o pregunte donde hay mujeres al primer oriundo que pasa por la calle, porque es verano, vienes con dinero y la vida es tuya, al menos durante esta(s) semana(s).
Con el deshielo, poco a poco, para el local, el oriundo, el preocupado e inserto en la cotidianidad, todo se torna molestia, su plácida vida pasa a ser de otros, de los que traen el dinero y a los que habrá que aguantar «porque de eso se vive», y un odio secretó y soterrado crece poco a poco en su interior durante el temp d’estiu.
Un odio que se encierra con sonrisas serviles, y que sólo al final, al llegar septiembre, se empieza a vislumbrar en pequeños gestos. Gestos a penas perceptibles, ligeros tics en el labio del camarero que esconden tras de sí el deseo de silencio y murmullo, de piscinas descuidadas y verdosas, de pistas de tenis agrietadas por las que emerge una vegetación carente de sorpresa. Y así, poco a poco un deseo de placido de aburrimiento y vida ordinaria inunda el pueblo y el hielo domina hasta la siguiente primavera.